¿Controlarlo todo? Ni siquiera tu vida…

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Me sorprendo a mí mismo tocando el cielo a veces, y cayendo en la tristeza cuando menos lo espero

Me gusta mi vida cuando la controlo absolutamente. Cuando abarco sus aristas y sus vértices. Cuando conozco todas sus subidas y bajadas. Sus horarios exactos. Sus rutinas sagradas. Su perfecta cadencia. Su armonía. Sus sinsabores y sus alegrías. Sus luces y sus sombras. Su música tranquila. Sus risas y sus lágrimas.
Me gusta la vida cuando abarco todo, o al menos es lo que creo. Cuando me levanto tranquilo y pienso que controlo mis horas, mis movimientos, mis palabras, mi agenda, mi paz. Cuando me acuesto cansado y feliz por el trabajo realizado. Cuando amo despacio. Cuando me duelen las ofensas y digiero a penas los tragos difíciles. Cuando me alegran los éxitos y me entristecen las críticas.
Esa vida que a veces sostengo entre mis manos pensando que soy yo quien la dirige. Pero otras veces veo cómo fluye como un río en caída entre mis dedos. Sin querer retener el tiempo. Sin pretender controlarlo todo. Porque no lo controlo. Esa es la verdad. La vida no es controlable.
Pierdo el orden. Y me dan miedo los días que se llevan mis planes por delante, sin poder evitarlo. Tiemblo al no poder medir todos los tiempos, al no poder dominar las fuerzas de las aguas. Al sentir que los días pasan rápidos o lentos, sin que yo me dé cuenta.
No sé bien lo que quiero. Sólo sé que no quiero que mis sueños se apaguen. Y no deseo nunca que mis lágrimas duren. Que pase la amargura. Que muera la tristeza. Y si algún día pierdo ese suelo que habito, en el que echo raíces, sólo quiero en su lugar otro suelo más firme.
Y si me asusta el viento, ese que no controlo, ni sé de dónde viene. Ese viento que a veces turba mis pensamientos y se anida en mi alma despertando nostalgias, acumulando dudas. Ese viento que surge de palabras, de juicios, de desprecios. Ese viento del mal que me hiere por dentro cuando yo no lo quiero. Sólo quiero que cese y venga la calma pronto.
Y regrese yo a mi centro para encontrar a Dios, tranquilo, en un abrazo eterno. Beso las emociones que desfilan por mi alma. Sin querer hoy cambiarlas. Sin retener sus fuerzas. Es ese mar revuelto en el que a ratos vivo. No temo lo que hay debajo de mi aparente calma. De mi piel que protege mi corazón lleno de vida.
Porque lo sé. Lo vivo: “Nadie es feliz si no siente emociones. La felicidad de verdad se hace imposible si eliminamos nuestras emociones. Si las reprimimos. Para ser feliz lo que hay que hacer es simplemente aprovecharlas, conducirlas, sacarles rendimiento, para que nos lleven hasta la felicidad que tenemos mucho más al alcance de lo que sabemos. Las emociones nos abren las puertas de la felicidad, si las hemos sabido educar, como un perro lazarillo, para que nos guíen hasta las puertas acertadas”.
No quiero controlar la vida en todas sus aristas. No quiero acallar el llanto, ni calmar la risa. No quiero no sentir para vivir tranquilo y no sufrir demasiado. Para no vivir con amargura.
Me gustan las emociones que cambian y se quedan en el fondo del alma. Me llevan de la mano, cuando no me hago esclavo de lo que ahora siento. Y me dan la felicidad que sueño, que anhelo, cuando me hacen mirar más arriba, más alto.
Es verdad que no sé qué tiene el alma que anhela el infinito. No le basta el presente. Tampoco el pasado. No se contenta con soñar un futuro cercano. Mi alma quiere lo eterno. Se cae, cede, se eleva.
Me sorprendo a mí mismo tocando el cielo a veces, y cayendo en la tristeza cuando menos lo espero. Quiero contener en mil palabras tanto aliento. Sostener con mis manos, por un solo momento, el infinito pleno que guardo yo en el alma. El que sueño y espero. El deseo más hondo de una vida plena y verdadera. La que aún no poseo.
No sé bien cómo se hace para decir su nombre. El de mi alma eterna. El de Dios en mi alma. No sé cómo hacer para sentir su risa muy dentro de mí mismo. Para abrazar ese espacio a su lado donde logro salvarme. Sin herir la hermosura que anhelo al contemplarlo. Sin manchar la belleza que yo mismo deseo.
Sigo cauto el camino marcado por sus huellas. Las de Dios en mi sangre. Y elevo en un suspiro mis pies sobre la tierra. Deseo ya el reposo, cansado del camino. La paz del descanso que anhelan hoy mis manos. Ese abrazo eterno en un mar de consuelos.
No sé cómo las lágrimas logran calmar mi llanto. Y retengo asustado tanta vida en mis manos. La que me han confiado. A veces torpemente. Sin hacer todo lo que puedo. Sin lograr lo que persigo. Esas vidas confiadas. Esas que me desbordan. Y mi propia vida, la que yo mismo vivo. Esa vida tan frágil como un leve suspiro. Débil como el aliento que Dios mismo me entrega.
Callo cuando lo miro. Espero y tiemblo. Y tomo agradecido la vida entre mis manos. Esa vida que fluye y que ya no controlo. No quiero controlarlo todo. Quiero ser como un niño sin nombre al que Dios nombra siempre. Una y otra vez. Cada noche. Cada mañana.
Acepto conmovido la vida inmerecida que descansa en mis brazos. El nombre que recibo como un beso en la frente. Y sigo mar adentro, donde ya no hay seguros. Ese mar sin orillas en el que tengo miedo. Dejada atrás la playa. Camino, me hundo.
No sé qué tiene mi alma, que anhela el infinito. Que corre por las olas donde ya no me hundo. Cuando Él, entre vientos que me asustan muy dentro, logra imponer la paz y me alza entre sus manos. Ya no tiemblo.

Pbro. Carlos Padilla E.

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