Me gusta pensar que siembro para la vida eterna. Que estoy sólo de paso por esta tierra.
Sé que sigo los pasos de Jesús, como rezaba una persona: “Señor, tantas veces he querido seguirte. Tantas veces he sentido esa llamada tan profunda que solo se entiende en el corazón. Tantas veces adoro la llaga de tu costado más de palabra que con mi vida. Tantas veces me he sentido y sigo sintiéndome regalada por tu presencia que cuando caigo en la más mínima critica o juicio, me parece despreciar tu regalo, y me duele”.
Sigo sus pasos y no soy capaz de ser fiel muchas veces. Y la eternidad se me figura como ese hogar último hacia el que camino tambaleándome.
Decía el padre José Kentenich: “El fin último no está en este mundo, está en el mundo del más allá, en el mundo sobrenatural. Si sabemos y estamos compenetrados de que nuestro hogar definitivo está en el mundo del más allá, y si percibimos que todo lo que Dios hace nos debe ayudar a alcanzar nuestro lugar en ese mundo, entonces sabemos también que cada uno tiene una meta original en ese mundo sobrenatural. Debemos movernos en el mundo sobrenatural, en torno a Dios, de modo original, cada uno según su modo de ser. Y aquí está propiamente la clave: Dios nos ha creado con todas nuestras características originales para que, tarde o temprano, complementados unos con otros logremos esa meta última y original. Él conoce nuestras capacidades de reacción. Y si es un Dios sabio, tenemos por más o menos evidente que Él usará todos los medios de que dispone para que no se nos escape esta meta, para que la podamos alcanzar”.
Dios me ha creado como un ser original y único. Ha sembrado en mí una semilla de eternidad. Me ha regalado un color, una forma, un aspecto. Ha dibujado la huella de mis pasos. Ha compuesto el tono de mi voz. Ha imaginado la anchura de mi alma. Ha confeccionado el tejido de mi corazón. Me ha hecho del barro y me ha dado la vida.
Y me ha pedido que la cuide desde lo que soy. Desde mi pobreza manifiesta. Desde mi mediocridad y mi anhelo. Desde mis frustraciones y conquistas. Lo que soy. Sin compararme con los otros. Sin pretender ser el mejor. Sin soñar con lo que no tengo, con lo que no logro.
Estoy sólo de paso por estas piedras. Sobre las que derramo a veces tantas lágrimas de angustia. Pero no es este el sentido de mis días. Vivo para dar esperanza. Para enamorarme de lo bello. Para evitar el mal de mi alma. Para acabar con mis pensamientos negativos. Para rehuir el desánimo y la crítica.
Amo el mundo que Dios me regala. Mi vida como es. Mi tierra, mi familia, mi trabajo, mis sueños, mis juegos, mis deseos, mis aficiones. Amo con un corazón de carne hecho de alma. Y siembro con mis palabras y mis gestos una vida que es para siempre.
Por eso le doy valor a lo que hago. Me importa lo que anhelo y deseo. Me parece valioso saber a qué dedico mi tiempo. Mi corazón se parte en muchos lugares, en muchas otras almas. No quiero vivir disperso. Quiero tener el corazón centrado. Cada cosa en su sitio.
Me gusta tomar aire al final del curso. Analizar lo que han sido estos meses. Soñar con todo lo que puede llegar a ser. Veo mis vacíos y mis límites. Experimento que no me he dado totalmente en lo que he hecho. No sé si he dejado mi impronta por los caminos. Mi forma original de amar y vivir. Tengo un sello personal.
Me gusta una expresión latina que no me deja nunca caer en el desánimo: “Nunc Coepi”. Significa: “Ahora empiezo”. Bruno Lanteri, fundador de los oblatos de María, escribe: “Incluso si yo cayera mil veces en un día, mil veces me levantaré de nuevo y diré: Nunc coepi, ahora empiezo”.
Me pongo en camino de nuevo. Después de la derrota amarga me levanto. Después de no haber alcanzado los sueños, vuelvo a soñar. Ahora empiezo de nuevo. Vuelvo a comenzar. No me desanimo. No me quedo quieto. Es la actitud que me gusta ante mi vida. Vuelvo a creer. Vuelvo a tener confianza.
A veces el desánimo me hace perder la ilusión. Dejo de luchar. Lamento la oportunidad perdida. La ocasión fallida. El éxito que se me escapa. El logro que no alcanzo. No quiero que sea así. Ahora empiezo. Es la actitud que más me levanta el ánimo. Cojo la vida en mis manos. Un paso más.
Hoy mismo escuchaba: “No le pidas a Dios que guíe tus pasos si no estás dispuesto a mover tus pies”. Con frecuencia le pido a Dios que me muestre el camino. Pero el que yo quiero. Cuando yo quiera. Como yo quiera. Y me niego a mover los pies cuando no me gusta la dirección que siguen los suyos. Me rebelo.
Tengo claro que le entrego la vida, pero luego, en el momento de la verdad, tiemblo. Sé que sigo yo sujetando las riendas de mi vida para que no vaya por otro camino distinto.
Hoy me lo repito en el alma: ahora empiezo de nuevo. Vuelvo a confiar en el amor de Dios aunque haya perdido la confianza. Dios sabe mejor que yo lo que me conviene. Y me quiere mucho más de lo que yo mismo me quiero. Él sabe de mis esclavitudes y ataduras. Conoce mis contradicciones profundas.
Él me ha creado y conoce también lo que puedo llegar a ser. Ha sembrado una semilla de eternidad en mi alma. Y me ha enseñado a vivir la vida desde mi verdad. Eso me alegra el alma. Estoy dispuesto a mover mis pies. No quiero quedarme esperando a que pase la vida.
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