Cuando la Virgen tomó mi mano

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por Luz Ivonne Ream

Así es como una madre actúa por sus hijos

Ella es mi Madre. La que seca mis lágrimas cuando la tristeza me invade. La que me acaricia con ternura cuando mi corazón sucumbe. La que me esconde en su regazo cuando el miedo se hace presente. La que me devuelve la esperanza cuando siento todo perdido. La que me responde con palabras dulces de amor cuando desesperada clamo su nombre. Mi Madre, tu Madre… Nuestro refugio y consuelo. Nuestro camino seguro a Jesús.
Me encontraba sentada en la sala del aeropuerto. ¡Dios, qué dolor! Las lágrimas se venían sin pedirlas. No daba crédito hacia dónde me dirigía. Era la segunda vez en menos de 3 semanas que me encontraba en el mismo lugar y casi por la misma razón. Hacía menos de 1 mes en que yo había tenido 3 días seguidos de insomnio donde mi único y constante pensamiento era él. Lo que nunca me había sucedido, de día y noche le pensaba. Rezaba mucho por su conversión. En esos momentos no atinaba a discernir el porqué de tanto pensarle. Le platiqué a mi esposo la angustia que sentía por tenerle tan presente. Absurdamente le pregunté: “¿Tú crees que me dolería si un día muriera?  Yo creo que no, le respondí, porqué casi no conviví con él y muy poco le conocí. ¡Qué pronto la vida me hizo tragar mis palabras!”
Cuando recibí esta devastadora noticia por parte de mi hermanita Elsa me tiré al piso y de rodillas clamé a Dios cual hija impotente e incrédula de lo que pasaba: “Señor, que se haga tu voluntad y a mi ayúdame a estar lista para aceptarla. Tú eres fiel a tus promesas y siempre escuchas cuando te pedimos con humildad.  Por años te he suplicado por el milagro de la conversión de mi papá. Claramente te pedí que no te lo fueras a llevar sin que se convirtiera. Hazme el milagro de que te reconozca antes de que cierre sus ojos para siempre. María, Madrecita mía, tú nunca me has abandonado. Lleva mis plegarias al Padre y a tu Hijo Jesús”. Yo necesitaba encontrar a mi papá con vida para decirle todo lo que mi corazón sentía por él. Desesperada solo pedía a Dios tiempo…
Me disponía a tomar el avión hacia mi país. Sentía que el cielo se me juntaba con la tierra. El dolor, el sufrimiento, la angustia e incertidumbre eran parte de mi equipaje. Tres días después del día del padre mi papá no despertaba y había tenido que ser llevado de emergencia al hospital. El diagnóstico nada favorecedor. Había que operarle de urgencia para drenar toda esa sangre de su cerebro. Era un procedimiento muy riesgoso, aun así no había otra opción si queríamos que saliera de ese estado. Él había ingresado ya en estado de coma, pero eso no lo tuvimos claro hasta después.
Los recuerdos se agolparon en mí. Los “por qué” me invadieron. ¡Cuánto tiempo perdido! Y sì algo duele es justo eso, las palabras no dichas, los espacios no compartidos, los perdones no otorgados, los besos no robados, los abrazos no permitidos, los “te quiero” no correspondidos, los festejos no disfrutados, los éxitos no compartidos.
¿Quizá debí ser una hija más presente? Quizá, pero su falta de amor me dolía y la distancia y el tiempo me protegían de su falta de acogimiento y protección. Ya nada tendría respuesta. Mi historia con mi papá no era historia porque casi no había recuerdos de los cuales me pudiera afianzar. Solo sabía que había podido más mi miedo que otra cosa y esa cobardía mía me dolía en el alma. Cada vez que me disponía a buscarle el terror me paralizaba y no me permitía tomar el teléfono. Mi papá fue una persona muy particular, diferente al común denominador de los papás. Aun así le amé en silencio. Me sentía muy orgullosa cuando la gente me reconocía como su hija. Algo sí tenía muy claro y es que si tanto me dolía la separación de él es porque así de grande era el amor que en mi corazón tenía.
Mi papá en un país y yo en otro. Tenía que encontrar un vuelo de inmediato si quería encontrarlo con vida. Aún con tanto que arreglar para el viaje no podía quedarme inmóvil hacia las necesidades espirituales de mi papá porque de él lo que más me importaba era la salvación de su alma. Desesperada buscaba un sacerdote que auxiliara a mi papá antes de su cirugía. El Espíritu Santo me hizo llegar a uno muy bondadoso y generoso -el Padre Fede, LC- al que no conozco, pero que accedió de inmediato pasar a darle los últimos sacramentos. Eso para mí fue como una bocanada de aire fresco y uno de tantos milagros que experimenté ese verano.
Fue el viaje más largo y doloroso de mi vida. Nadie pudo acompañarme. Mi esposo tuvo que quedarse a cuidar a uno de nuestros hijos al que habíamos operado de emergencia una semana antes. Estando en el aeropuerto me comencé a sentir muy mal. Yo siempre he manejado una presión arterial baja. Pues ese día se me disparó. Recuerdo que tenía que caminar tomada de las paredes porque todo me daba vueltas.
Parecía alcoholizada y me sentía como si estuviera dentro de una burbuja, todo se veía como en tercera dimensión. Los oídos me tronaban. Todo se veía borroso. La náusea iba y venía y la cabeza me estallaba. Pero yo no podía decir nada porque corría el riesgo de que no me dejaran volar y yo tenía 2 aviones que tomar para alcanzar a llegar a ver a mi papá con vida.
Recurrí a mi Madre, a María y le supliqué que tomara mi mano. Tomé mi Rosario y lo empuñé fuerte. Aún hoy recuerdo ese momento y no puedo dejar de emocionarme porque ella viajó conmigo, tomada de mi mano. Mientras caminaba para abordar me aferraba con más fuerza de su mano -del Rosario-. Ya sentada, el despegue del avión. De verdad sentí que entregaba mi alma al Creador. Literal, la sensación era una montaña rusa.
Y no podía decir nada, ni quejarme porque me bajaban del avión. La Virgen seguía sosteniendo mi mano y yo dialogaba con ella por medio de la repetición constante del “Acordaos”. Este era solo el primero vuelo. Faltaba el otro de casi 3 horas. No sé cuántos rosarios me eché. Yo creo que no dejé ni un alma en el purgatorio. La Virgencita me llevó tomada de su mano hasta el lugar donde pude encontrar a mi papá, grave, pero estable. Pude llegar a hablarle con el corazón en la mano. Ahora sí, nada quedaba pendiente entre nosotros. El tiempo me fue concedido.
Las primeras 72 horas eran cruciales. Pasaba a estar con él cada vez que se me permitía y ahora sí, no desperdiciaba un segundo para repetirle lo que él significaba en mi vida. No comparto todo lo que le dije porque eso se quedará solo con Dios, él y conmigo. Mi agua bendita y el Rosario siempre a nuestro lado.
El tercer día después de su cirugía había probabilidades de que comenzara a despertar porque ya le habían quitado todos los sedantes. Digo probabilidad porque, como comenté, él había ingresado en coma y no era seguro que reaccionara. Yo no perdí la Fe. Dios aún tenía algo que hacer con él. Entré a verlo. Le puse mi Rosario en la palma de su mano mientras yo se lo sostenía con la mía y le comencé a hablar mucho de Dios y de las oportunidades que nos estaba dando para volver a Él.
Le recé mucho. ¡Cuántas cosas del amor de Dios y de nuestra Madre le dije! En eso, entró la enfermera a ponerle sus medicamentos. Mi reacción fue moverme y zafar mi mano de la de mi papá y cual va siendo mi sorpresa que me no me dejó y apretó mi mano con fuerza para que no se la soltara.
Sentí como una cubetada de agua fría de la emoción y del “shock que eso me causó. Yo, aún incrédula, le pregunté a la enfermera que, si eran reflejos o qué y ella me dijo que no, que ya estaba saliendo del coma. ¡Otro milagro! Mi papá estaba despertando y escuchó todo lo que yo le hablaba de Dios.
Pero ese no fue el gran milagro. En ese momento entendí que yo estaba poniendo a mi papá en las manos de la Madre más amorosa, de esa que lo llevaría a los brazos del Padre, a conocer el amor de Dios. Y mi papá había hecho lo mismo conmigo cuando yo tenía 2 meses de nacida.
Después de que mi mamá biológica muriera en un accidente, me puso en las manos de la madre más amorosa -mi abuelita materna- que pude haber tenido y quien me llevó a conocer el amor de Dios. Yo le estaba pagando a mi papá el acto de amor más grande que tuvo conmigo, regalarme a una madre, ponerme bajo su cuidado y protección. Ahora yo le encargaba a mamita María que cuidara y protegiera el alma de mi papá. Ahora yo ponía a mi papá en las manos de María.
Ese apretón de manos ha sido algo que aún hoy no tengo palabras para describir con exactitud. Un milagro, una respuesta, un regalo… Es todo junto. Fue una caricia de Dios, de mi Madre en medio de tanto dolor. Fue la reafirmación de “No temas, ¿no esto yo aquí que soy tu Madre?” La historia continúa y los milagros siguieron, aunque las bendiciones llegaron en forma de Cruz…

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