¿Es lo mismo ser radical que ser fanático?

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No quiero el fanatismo ni el radicalismo. No quiero los extremos que me alejan de las personas.

Que mis raíces sean hondas. En mi hogar, en mi entorno, en mi familia, en las personas concretas que amo
Creo que la palabra radical a veces se entiende mal. No quiero el fanatismo ni el radicalismo. No quiero los extremos que me alejan de las personas. Me hacen intolerante y duro. Intransigente y rígido.

Decía el tenista Rafael Nadal: El radicalismo crea problemas en todos los ámbitos de la vida. Hay veces que se confunden la emoción y la pasión con el fanatismo y el radicalismo. Se pueden vivir las cosas con emoción y pasión sin llegar a la radicalización.
El fanatismo genera en mí reacciones que detesto. Me lleva a descalificar a otros, a condenar a los que no son como yo, a criticar y alejar de mí al que no comparte mis ideas. ¡Qué dolor cuando mis ideas construyen muros infranqueables!
Es verdad que tengo ideas claras sobre las cosas. Sé lo que creo. Lo que quiero. Y quiero lo que pienso. Tengo claro hacia dónde camino. De dónde vengo. Con esfuerzo distingo mi verdad. Y entiendo lo que tengo que hacer para dar vida, para tener vida, para amar bien.
Pero eso no me lleva a ser radical, entendida aquí la radicalidad como fanatismo. Una definición de esta palabra tiene que ver con ser inflexible, categórico, o extremo.
No quiero caer en esas posturas tan extremas y radicales. No quiero ser inflexible, o exagerado en mis juicios. Quiero ser tolerante, receptivo, abierto. Aceptar al que no piensa como yo ni comparte mis puntos de vista. Ser capaz de convivir con el otro, con el extraño, con el que no es como yo. Sin por ello dejar de lado mis ideas.
Creo que es un milagro, porque el corazón quiere otra cosa. Tiene más empatía con el que piensa y vive como yo. Y se aleja tomando distancia del diferente. Eso pasa siempre en la vida.
Es un milagro entonces la tolerancia. Aceptar que alguien no piense como yo sin imponerle mis ideas. Aceptar y amar al que no comulga con mi forma de ver las cosas. Tolerar, aceptar, amar, integrar, escuchar. Es un camino muy largo que sigo con el fin de construir puentes y no muros. Quiero huir de esos extremos que me pueden volver fanático.
De todas formas, me gusta la palabra radical. Leía el otro día otra acepción de la misma: Hace referencia a las raíces. Supone, sobre todo, que aquello por lo que apuestas forme parte de lo más profundo, lo más definitivo, lo más esencial. No es un entretenimiento o algo anecdótico, ni algo pasajero o caprichoso. Es tan fundamental que no comprendes tu vida sin ello [1].
Entonces me miro y pienso que quiero ser radical. Quiero tener hondas raíces. Lo más esencial de mi alma, lo más verdadero, lo que soy, eso es lo que amo. Es lo irrenunciable de mi vida. En ese sentido soy radical.
Lo radical, en la vida de cada uno, es aquello que te nutre y te sustenta, que se convierte en el motor y la fuente de energía. Ese espacio donde creces fuerte, porque sabes que ahí estás seguro: tu familia, tu tierra, tus amigos, tu Dios. Ahí está el reto y la oportunidad. Dejarse enraizar en Dios. Dejar que la propia vida arraigue en la tierra fecunda del evangelio. Que sea su lógica la que te guíe, su hondura la que te atrape, su alegría la que te haga sonreír, su claridad la que te abra los ojos para mirar al mundo con misericordia [2].
Que mis raíces sean hondas. En mi hogar, en mi entorno, en mi familia, en las personas concretas que amo. Radical en mis amores. En mis vínculos. Y radical, esto es lo esencial, en mi amor a Dios. En mi pertenencia a Él. Que esté mi centro en el Señor y en Él descanse. Como ese péndulo que se mueve teniendo el centro claro.
Decía el P. Kentenich: Si el hombre es un ser pendular y oscilante, su apoyo y seguridad connaturales estará allá arriba, en la mano de Dios Padre. Sólo en lo alto hay descanso, sólo hacia lo alto debe aspirar el hombre [3].
Tal vez esa radicalidad de mi fe es la que deseo. Pero no una radicalidad que me aleje de otros que también creen, o de los que no creen. Quiero ser radical en mi fe, en el sentido de tener bien firme mi corazón en Dios.
Esa radicalidad de vida es la que deseo. Una fe verdadera, radical, honda, auténtica. No quiero una fe superficial. Quiero echar raíces profundas en el corazón de Dios. En la tierra en la que habito. Radical en mis decisiones. No pasar de una cosa a otra sin profundidad.
Quiero seguir una línea de acción. Caminar en una dirección sin cuestionarme continuamente las decisiones tomadas. Radical en mi fe. Si soy cristiano lo soy desde la cabeza a los pies. En la totalidad de mi ser. Que mis sentimientos sean los de Cristo. Que viva para Él.
Si no es así no tendrá raíces mi fe y cuando llegue la corriente de la cruz y el dolor, cuando me ataque la angustia de la vida, perderé mi fe poco honda. No quiero vivir así, en la superficie. Hoy me pregunto. ¿Soy radical en mis decisiones? ¿Me tomo en serio mi fe?
[1] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[2] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[3] J. Kentenich, Niños ante Dios

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por Editor mdc

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