100 años de la Revolución rusa: una religión con su propia moral, profetas y el Partido como iglesia

100 años de la Revolución rusa: una religión con su propia moral, profetas y el Partido como iglesia


Se acaban de cumplir cien años de la Revolución Rusa y durante estos días se han ido prodigando actos y análisis de lo que el comunismo llevado a la práctica en la URSS ha supuesto para todo el mundo desde hace un siglo. El catedrático Francisco José Contreras ha recordado en su muro de Facebook el epílogo que realizó del libro El diablo en la historia, escrito por Vladimir Tismăneanu, que trata los desastres producidos por los totalitarismos nazi y comunista y su relación entre ambos.

Recuerda cómo el comunismo se convierte en una religión laica, que para imponerse elimina cualquier vestigio cristiano para así imponer "la nueva moral revolucionaria", algo que también ocurriría con el nazismo. A continuación, les ofrecemos el artículo íntegro de Francisco José Contreras:

Aunque de un lado el materialismo histórico desprecie los ideales morales (a los que considera meros elementos de la "superestructura": una excrecencia del modo de producción; las ideas morales son "condensaciones nebulosas que se forman en el cerebro de los hombres", "sublimaciones necesarias de su proceso material de vida", escribe Marx en La ideología alemana), de otro lado instituye implícita y paradójicamente una nueva moral: la ética revolucionaria. Aunque Marx ponga más el acento sobre la prognosis científico-histórica que sobre la valoración moral, su obra está impregnada de una descalificación tácita del capitalismo, condenado como explotador. Si el capitalismo es inicuo, su destrucción se convierte en el objetivo supremo de los que tienen hambre y sed de justicia.

La revolución y la posterior construcción del socialismo se convierten en fines sagrados, fines cuya consecución justifica CUALESQUIERA medios
. La nueva moral revolucionaria considera superadas tanto la ética cristiana, con su énfasis en el valor supremo de cada individuo , como el fair play jurídico-político del liberalismo decimonónico. "Hemos sido los primeros en reemplazar la ética liberal del siglo XIX, basada sobre el juego limpio, por la ética revolucionaria del siglo XX; hemos introducido el neomaquiavelismo en nombre de la razón universal: ésta es nuestra grandeza", afirma el Rubachov de El cero y el infinito.
"Me di cuenta de que [informar a los superiores del Partido Comunista sobre cualquier desviación ideológica percibida en los compañeros de militancia: estas delaciones, en la época estalinista, podían terminar en la eliminación física de los "desviacionistas"] era un deber [...], y un crimen contra el Partido dejar de hacerlo, y que sentir repugnancia contra tal código moral era un prejuicio de petit bourgeois sentimental. [...] Aprendí que las comunes reglas de honestidad, lealtad y del buen proceder no eran reglas absolutas, sino efímeras proyecciones de la sociedad burguesa. La antigüedad tenía un código de honor, la era feudal otro, la sociedad capitalista otro, que las clases dirigentes procuraban presentarnos como leyes eternas. Pero las leyes absolutas de la ética no existían. Cada clase, al convertirse en dominante en un determinado momento histórico, había reformado esas llamadas leyes de acuerdo con sus propios intereses. No era posible llevar a cabo la revolución con las reglas del cricket. La ley suprema de la revolución es la de que el fin justifica los medios; su guía suprema, la del método dialéctico" (Arthur Koestler) .


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Pero, además de pseudo-ciencia y pseudo-moral (moral neomaquiavélica que permite todos los medios en aras de la consecución de la meta socialista suprema), el marxismo es pseudorreligión: "es una manera de reciclar las aspiraciones de la religión mediante la política, pues la revolución es una búsqueda de la salvación" (Furet) . El marxismo implica la Verdiesseitung, la inmanentización del reino de Dios, la secularización de la esperanza trascendente. Incapaz ya de creer en la beatitud y la justicia ultraterrenas, el marxista transfiere su anhelo de absoluto al horizonte histórico: el proletariado es el mesías "por cuyas llagas hemos sido curados" (la explotación del proletariado crecerá hasta estallar en la revolución: sus sufrimientos traerán la catarsis); la sociedad socialista (el "reino de la libertad" que sucede al "reino de la necesidad"; la sociedad sin clases en la que ya no habrá "explotación del hombre por el hombre") es el cielo en la tierra; la Historia es la divinidad que garantiza el sentido y éxito final del esfuerzo revolucionario ; Marx es el Moisés que escruta las leyes de la historia y las revela a los fieles; el Partido, finalmente, es la iglesia infalible fuera de la cual no hay salvación.
Ahora bien, al antiliberalismo marxista le va a surgir en los años 20 un competidor inesperado: el antiliberalismo fascista. Vladimir Tismaneanu ha analizado con finura El diablo en la historia la sutil relación de amor-odio entre los dos totalitarismos: la que él llama "su intimidad mutua negativa" y François Furet llama "interdependencia". Enfrentados a muerte en 1934-39 y en 1941-45, habrán colaborado inopinadamente, sin embargo, en 1939-41, los años del pacto nazi-soviético; ya en 1922-30, tras el tratado de Rapallo, la URSS cooperó con una Alemania todavía democrática, pero en la que el nazismo germinaba rápidamente.



El importante nexo de afinidad entre comunismo y fascismo viene dado por el hecho de que ambos consideran periclitado y decadente al individualismo liberal. "Si el siglo XIX fue el siglo del individuo (liberalismo significa individualismo), podemos pensar que el siglo actual es el siglo de lo colectivo", escribe Mussolini en El fascismo (1929) . El Estado de Derecho, las libertades individuales (despreciadas como "formales", es decir, engañosas, sin sustancia), el mercado capitalista y el afán de lucro, son despreciados con parecida intensidad por comunistas y fascistas. Se trata del mundo "burgués" del siglo XIX, que se ha suicidado con la Primera Guerra Mundial: ahora hay que reconstruir la sociedad desde cero con valores nuevos. [...]

Pero también el fascismo comparte ese desprecio de la "mezquindad" de la vida burguesa, como puede comprobarse en cualquier discurso de Hitler o Mussolini ("no nos engañemos: nuestra burguesía es despreciable e incapaz de ninguna empresa noble", proclama Hitler en 1933) . En cierto sentido, tanto el fascismo como el comunismo son reacciones neorrománticas frente al prosaísmo de la burguesía, cuyo estilo de vida parece chato a estos espíritus anhelantes de tareas heroicas y emociones fuertes. [...]
Igualmente comprometidos con una finalidad sagrada, superadora del egoísmo burgués, e igualmente despreciadores de las garantías liberal-democráticas, nazismo y comunismo desarrollarán al unísono los rasgos típicos –e históricamente inéditos- de los regímenes totalitarios. Robert C. Tucker los describe así: "Compartían el Führerprinzip [principio del caudillaje]; la confusión del Estado con el partido único, que no tolera oposición y extiende sus tentáculos a todas las organizaciones sociales; el uso de los medios de comunicación de masas para mantener a la población siempre galvanizada; el desarrollo del terror como sistema de poder por medio de los campos de concentración" , etc. Son regímenes revolucionarios, que intentan mantener la incandescencia subversiva una vez asentados en el poder: "revolución postrevolucionaria" o "revolución permanente"; y, cuando pierden el ímpetu ideológico, se convierten en "estrellas apagadas" , monstruos burocráticos fríos, destinados a la implosión. Se consideran en guerra constante contra enemigos exteriores e interiores: el "cerco capitalista", las potencias plutocráticas, los "elementos contrarrevolucionarios", la burguesía, los kulaki, los "saboteadores", los "desviacionistas", los judíos... La institucionalización de esta lógica bélica implica la eliminación física de los adversarios políticos . O ellos, o nosotros. Un régimen totalitario ni concede ni espera cuartel. Tanto Lenin como Hitler desembocan en una interpretación bélica de la Historia, la cual consistiría fundamentalmente en guerra de clases o de razas. Lenin llegó a escribir que el criterio básico de interpretación de una sociedad es "¿quién le hace qué a quién?"; o sea, quién oprime, encarcela, elimina a quién. Y definió el Estado democrático como "la organización destinada a promover el uso sistemático de la violencia de una clase contra la otra, de una parte de la población contra la otra".



10 noviembre 2017

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