Hoy Jesús dice lo que piensa. Lo hace sin rodeos, sin indirectas.


«El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido»

 ¡Qué diferente es su estilo al de los fariseos! Ellos lo halagan para dejarlo en evidencia. Conspiran contra Él porque lo temen y lo detestan. Jesús se ha cansado de sus palabras oscuras y habla claro: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen». Esos fariseos que hablan mucho son lobos con piel de cordero. Jesús mira su corazón y lee sus verdaderas intenciones: «Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar». Yo me siento como ellos. A veces pongo cargas en los demás que luego yo mismo no estoy dispuesto a llevar. No me exijo nada a mí mismo, me justifico, me disculpo. Pero al mundo le exijo más. Pido, y no doy. No estoy dispuesto a mover un dedo para ayudar. Jesús mira mi corazón. Ve lo que es recto y ve lo que es deshonesto en mi forma de actuar. Así también miró a los fariseos. Por eso hoy les responde de forma directa. Es demasiado claro tal vez. Se expone, no se protege. Quizás por eso fue creciendo el odio hacia Él. Por eso lo crucificaron. Lo mataron de noche, tras un juicio falso, con testigos falsos, con palabras sacadas de contexto. En la oscuridad. Jesús vive en la luz y en la verdad. Y quiere que yo viva así. Que no exija lo que no hago. Que no pida esfuerzos que yo no estoy dispuesto a hacer. En Jesús su palabra se convierte siempre en obras. Sus pensamientos se hacen vida. Sus deseos se encarnan. Es honesto. Es coherente. No me pide a mí lo que Él no va a hacer. No me exige cargas sin mover Él un dedo. Es fiel a lo que pide. Me mira en lo más profundo de mi corazón. Ve más allá de la apariencia. Ve en la profundidad. Mira la belleza de mi corazón roto, que a los ojos de los demás no tiene valor. Mira a su vez la oscuridad de aquel que brilla por fuera y todos alaban pero por dentro está vacío, seco. Para Jesús sólo existe el hombre. Hay una sola verdad. Da igual su título, su apariencia, su cargo, su poder, su dinero. Hoy Jesús, cansado de la mentira, habla de la verdad. Les habla a los suyos. A sus discípulos. Para decirles que vivan siempre de acuerdo a la verdad. Les dice que cumplan lo que piden los fariseos, porque es buena la ley y lo que exige. Pero les dice que no hagan lo que ellos hacen, porque no tiene nada que ver con lo que dicen. Sus obras son mentiras. No empujan, no ayudan, no cargan. No se corresponde lo que predican con lo que practican. Cuando escucho estas palabras me conmuevo. Yo mismo tantas veces hablo, digo, predico, escribo. No cargo los fardos pesados. Y no ayudo en aquello que le pido a otros. Son tal vez demasiadas cosas las que digo. Sé que son cosas bonitas. Tengo muy buenas intenciones y deseos hondos y verdaderos. Hablo de la verdad que veo en Jesús. Intento expresar en bellas palabras todo lo que el hombre sueña. Me gusta decir cómo debería yo mismo vivir, no se lo exijo a otros antes que a mí. Tengo muy claro cuáles son los ideales que persigo. Me gustan, me enamoran. Pero luego, tropiezo una y otra vez a la hora de vivir con honestidad en mis obras. Decía el P. Kentenich: «Sabemos muy bien lo que pasa con los propósitos. Si cumpliésemos sólo una décima parte de lo que nos proponemos, el cielo estaría lleno de santos. ¿Quién nos ayudará ante esta incoherencia de vida? El Espíritu Santo. Sólo Él puede hacerlo, ya que nuestra naturaleza es muy débil. Saquemos todas las fuerzas posibles de nuestros años jóvenes para no ser después como muñecos de trapo. Recuerden que pronto llega la hora en la que comprobaremos que ya comienzan a faltarnos las fuerzas y que, por más empeño que pongamos en el plano natural, no logramos llegar a la meta»1.
Sueño con lo grande y me conformo tantas veces con lo mediocre. Mis propósitos se quedan en buenas intenciones. Me encuentro atrapado en mi indigencia muy lejos del sol que persigo. Me gustaría vivir siempre en la verdad, siempre aspirando a lo máximo. Subir a las cumbres. Sé que no me basta con pisar el llano. Pero me siento muy débil. Lejos de lo que predico. Hoy miro mi vida en su verdad. ¿Dónde está la verdad en mi vida? ¿Tiene relación mi verdad con lo que digo? ¿Tiene que ver mi forma de pensar con lo que al final hago? ¿Dónde está lo más mío, lo más esencial, lo más verdadero? Quiero vivir siempre en la verdad.

Jesús me habla de la verdad que se expresa en hechos.

Me pide que sea capaz de hablar de lo que hago y hacer lo que digo. Me siento fariseo, falso. Lejos del ideal. Tropiezo. Miro hoy a Jesús que vivió siempre de acuerdo a como hablaba. Sus palabras tienen la misma fuerza de sus obras. Él habló de la misericordia del Padre amando compasivamente a todos, a cualquiera. Es la coherencia de vida hecha carne. Yo me veo incoherente muchas veces. Miro en mi interior. ¿Cuál es mi palabra principal, la que toca mi vida? ¿Cómo la plasmo? Esa es en realidad la única manera de mostrar a Cristo con mi vida. Con la integridad de mis actos. Con la unidad de mi pensamiento y de mis obras. Lo intento una y otra vez. Pero no lo consigo siempre. Y tal vez por eso me gustan tanto las personas auténticas. Los que no son apariencia. Los que son lo que muestran. Los que dicen lo que piensan y hacen lo que predican. Me gusta esa coherencia sagrada de una vida entregada. Una vida honesta. Esa es la santidad verdadera. La de aquellos pequeños que se saben salvados por un amor misericordioso. Así quiero vivir yo siempre. Pero no sé si a veces miento con mis obras. Cada vez que no soy fiel e incoherente me parezco a los fariseos. Cada vez que no amo en verdad soy como ellos. Cuando exijo cosas que yo no hago. La única forma de convencer al mundo del amor de Dios es siendo ese amor hecho carne que se abaja. Un amor sin palabras. Un amor de obras irrefutables y convincentes. La única forma de educar a los hijos en los valores que yo anhelo es vivir esos valores hasta sus últimas consecuencias. Solo así seré creíble. Estoy hecho para la luz, no para la oscuridad. Para vivir en la verdad y no en la mentira. Tengo un rechazo profundo a la mentira. A las medias verdades, a la oscuridad. A Jesús le gustaban los hombres auténticos, sencillos, de una pieza, llenos de luz. Aunque fueran torpes y pecadores. Como Pedro, que decía lo que sentía ¿Cómo son mis palabras? ¿Cómo se expresa lo que digo en hechos? ¿Cómo muestran mis hechos mis más íntimas creencias y convicciones? ¿Hablan mis obras de quien yo soy? Comenta Juan Martín Descalzo: «Es mucho poder decir de un ser humano que ha logrado esa doble maravilla: que el sol arda en sus manos y que haya sabido repartirlo. No sé cuál de las dos hazañas es más prodigiosa. Solo los santos, los genios, los grandes amantes, tienen el sol en las manos. Son personas que, cuando pasan a nuestro lado, dejan un rastro en nuestro recuerdo, en nuestras vidas». Una vida verdadera ilumina, deja a su paso un reguero de luz. Una vida llena de mentiras hace que se imponga la oscuridad. A veces no es que yo sea mentiroso. Lo que pasa es que no logro ser fiel a mí mismo. Hago lo que hacen otros. Me mimetizo con la masa. Hablo como otros hablan. Pienso como ellos piensan. Me escondo en un grupo que ha enarbolado una bandera. Ya sea esta política, moral, o religiosa. Pero no siempre es todo blanco o negro. Pienso por mí mismo. Tengo mi propio modo de actuar. Hay algo en mi alma que es sólo mío. Un trozo del corazón de Dios que ha puesto en mí al crearme. Un reflejo original de su belleza. Es como una nota musical que es sólo mía. Sólo yo la hago sonar. Y al hacerlo soy más pleno. Eso es ser fiel a la verdad que hay en mí. No se trata de hacer las cosas y actuar de la misma forma que todos. Quiero hacerlo de acuerdo a mi manera. ¡Cuántas veces ignoro lo que hay dentro de mí! Me limito a copiar. Imito a otros y me dejo llevar por lo que otros sostienen o viven. Pero algo en mí no encaja. Estoy triste. No vivo en la verdad. Y entonces no soy creíble, ni siquiera para mí mismo. Mi afán de pertenecer es tan grande que a veces me olvido de lo más personal que poseo. En la educación hay dos valores que cuentan. Uno es la pertenencia. Formar parte de una familia, de una comunidad, de un grupo. Y el otro es la diferenciación, la originalidad. Quiero ser fiel a lo original que hay en mí. Yo formo parte de un grupo pero soy más que ese grupo. Tengo mis propios matices, y pienso por mí mismo. Mi nombre es solo mío. Me diferencia. Mi nota musical. Mi alma sólo es para Dios. Esa verdad personal, esa llamada única de Dios, implica una misión original. Creo que la felicidad tiene mucho que ver con descubrir esa verdad en lo más hondo y vivirla en plenitud. Y entregar ese amor original que Dios ha sembrado en mi alma. Si no lo logro no seré nunca feliz. Y viviré mendigando consuelos.


por Pbro. Carlos Padilla E.

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